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El culpable

Carlos Gallardo (Jesús María, 1983). Escritor y bachiller en Literatura Hispánica. Ha publicado el libro de cuentos Parque de Las Leyendas (estruendomudo, 2004) y se prepara para la publicación de su primera novela, Espuma. Ha ganado dos premios literarios, pero ninguno de importancia.

Epopeya y poesía

El Huáscar como cascarón del nacionalismo peruano

Comprendo la urgencia colectiva por generar una identidad en torno a determinados símbolos que expliquen su idiosincrasia. Comprendo, avalo y defiendo, como derecho de los individuos libres, la determinación de un pueblo a considerarse autónomo y responsable de sus asuntos internos (como la Nación Camba o la defensa del status foral de Navarra frente a Euskadi). Los considero legítimos y positivos mientras sean consideraciones internas, hacia adentro, que definan a la comunidad desde sí misma. Me produce repulsión, en cambio, cuando una nación intenta definirse ante sus vecinos exhibiendo las cenizas de sus incontables héroes caídos en batalla, cuando se avivan rivalidades centenarias, que poco o nada tienen que ver conmigo porque ocurrieron antes que naciera mi abuelo o mi bisabuelo, porque encallan en símbolos devaluados, ajenos, que poco ayudan a construir una imagen positiva de nación.

El nacionalismo debe ser, entre las líneas de pensamiento humanas, la más repugnante y violenta, el espacio de regodeo para militares corruptos, heroísmo malaventurado, fracasos colosales convertidos en epopeyas del sacrificio, elegías al atropello, al derramamiento de sangre, al primitivismo convertido en gloria. Desde la semana pasada circulan comentarios acerca del encuentro de poetas peruanos y chilenos en el Huáscar. Pocos han embestido contra los participantes, pero muchos ponen reparos al evento y el lugar donde llevarán a cabo el recital. El célebre monitor pareciera una herida sin cicatrizar desde 1883. Juntar poetas sobre la cubierta de un barco hundido hace 130 años superaría el pecado, el escándalo, la herejía del superficial nacionalismo peruano que suele manifestarse solo cuando Chile lo despierta de su afortunado letargo. La intención de los organizadores es coherente con un mundo globalizado: trasgredir el espacio de tensión histórica y ofrecer un testimonio de conciliación. Transformar el campo de muerte en himno de concordia. Algunos no parecen comprenderlo de esta manera (“¿Por qué convertir al Huáscar en un símbolo de la conciliación, si es uno de nuestros pocos símbolos de la obstinación y la perseverancia en defensa de lo nuestro?”, “Si alguna vez se pudiera recuperar el Huascar, el solo hecho de que siga flotando ya es indignante. El Huascar debe estar fondeado. Esa fue la última decisión que tomo el mando peruano.”): siguen creyendo que el Huáscar solo puede representar la resistencia del pueblo peruano ante una invasión, como si alguno de nosotros hubiera cogido una escopeta para defender Lima desde los reductos o se hubiera animado a enrolarse en una montonera siguiendo la aventura maniática de Cáceres. Si pudiera escoger, optaría por el primer ofrecimiento: limpiar la sangre con poesía, curarnos con literatura, llenar de versos la tumba de Grau, Elías Aguirre y demás.

A algunos les dolerá escucharlo pero resígnense, el Huáscar es un cascarón, sería mejor que no significara nada más. Puede servir a nuestros vecinos como trofeo, porque al Perú le debería valer un pepino como símbolo. Alguien me acusará de desconocer el sacrificio de tantos hombres al interior del monitor, pero mi intención es distinta: considero que la nación peruana necesita refundarse como comunidad plural en torno a nuevos símbolos ajenos al fracaso del pasado (basta la barbarie de 1980-2000 para darnos cuenta que ninguna guerra puede glorificarse por más heroica que parezca, imaginemos una CVR para la Guerra del Pacífico y nuestros soldaditos de plomo se harían polvo). Estos símbolos deben condensar una orientación hacia delante, presentarse como guía hacia el futuro. Suficiente tenemos con recordar en el colegio o durante algunos feriados el fracaso del Perú como nación. No negaré que aprender Historia educa a las nuevas generaciones para evitar cometer los mismos errores, pero cuando estos ejemplos de comportamiento errático, de batallas perdidas y ciudades saqueadas se convierten en súmmum de lo nacional, volveremos a sentirnos inferiores, incapaces, recurriremos a lo subrepticio, a la ilegalidad, a la criollada como paradigma.

Los poetas peruanos deben recitar sobre el Huáscar para reafirmar esta transformación. Hace unos años, dije públicamente que hubiera preferido nacer chileno que peruano. Admito que mi irritación se debía a la complacencia y molicie sedimentada alrededor del núcleo de identidad nacional peruana. Sin embargo, he llegado a descubrir, para nuestra desdicha, que Chile inventa a diario el nacionalismo peruano. Basta con observar cómo la gente se molesta cuando LAN o Ripley no trabajan como deberían. Ese mismo nivel de indignación apenas solía manifestarse con empresas nacionales, públicas o privadas, del mismo rubro. Suficiente con analizar la reacción beligerante y sensacionalista de los medios de comunicación cuando alguna noticia involucra las relaciones peruano-chilenas (desde los casos Lucchetti, LAN hasta asuntos que deben trabajarse en cancillería y por medios diplomáticos y de legislación internacional como La Concordia y verdaderas necedades como “Epopeya”, aquel documental sin mayores implicancias que debía propalarse por señal abierta, como si Canal 7 no propalara programas sobre la guerra con Chile). Suficiente con observarnos a nosotros mismos montando en pánico cuando nos convencen que desde el Sur están armándose para invadirnos en algunos años. Veámonos al espejo, escuchemos a los poetas del Huáscar y pensemos cuánto tiempo soportaremos la cantaleta estúpida de la mutua enemistad.

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